SOFÍA Y ELISA: UN DOBLE HORROR EN EL EDOMEX

04/06/2014 - 12:00 am

En días recientes, los mexicanos asistimos al horror difundido por las redes sociales: fotos de los moretones en muslos, brazos, rostro y vida de Owen, un pequeño de cinco años de edad residente en Tlalnepantla, Estado de México, a quien su madre, una mujer policía de la entidad, dejó a merced de la rabia de su novio, otro policía. Owen vivirá. Quizá las cicatrices queden ahí como un recordatorio permanente del lado oscuro de esas personas que no son cualquiera sino, precisamente, quienes debieron quererlo y protegerlo. La pequeña Elisa no sobrevivió a la violencia. Su historia es narrada por la misma mujer que la asesinó y ahora purga condena en la cárcel para mujeres de Santa Martha Acatitla. La asesina cuenta su propia infancia: el terror siempre ha estado ahí…

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El Capulín, Guanajuato. Imagen: Video de Youtube

Ciudad de México, 4 de junio (SinEmbargo).– Todos los domingos salían temprano y caminaban del caserío de Pozo Blanco al pueblo de El Capulín, en Guanajuato. Adelante iban Antonia León y Macario Suárez, los padres, junto con el hermano de éste, Ramón, que siempre había vivido en la casa. Detrás desfilaba Sofía, obligada por sus padres a ir de la mano de la más pequeña, Lorena.

El calor doblaba la milpa. Un perro trataba de ladrar, pero la resequedad le regresaba la cabeza a la tierra resquebrajada.

Antonia, la madre, hacía por ocupar el tiempo y rezaba en voz alta. Sofía caminaba adolorida, callada. La vergüenza y el miedo eran una mordaza para la lengua, pero no para los deseos y lo que ella quería era matar al tío que iba al lado de su madre.

Pensaba en una pistola, en el hombre arrodillado suplicando perdón. Ella diría que no. Le hablaría del dolor, de cómo la piel se le había convertido en un trapo sucio. Luego dispararía hasta que el hombre quedara bien muerto.

Su madre estaría presente cuando matara dos, tres veces a ese hombre. Y fingiría no ver nada, como enceguecía y daba media vuelta cuando la madre abría el cuarto del fondo del gallinero y veía a su cuñado tumbado sobre ella, su hija, con la falda levantada hasta el pecho de Sofía, de siete años.

La idea de matar atravesaba la misa del mediodía, se retorcía por los pasillos del mercado y se afilaba cuando visitaban al abuelo.

Entonces asomaba la siguiente fantasía: se pararía de la mesa en que sentaban a comer a las mujeres e iría a la de los hombres. Señalaría a Ramón y diría cómo la tocaba desde que tenía seis años, revelaría el aroma de esas encías inflamadas.

Pero lo que en realidad ocurría era distinto: lo veía sentado, abrazando a su padre, levantando el trago, diciendo salud.

La furia se diluía y el miedo se apretaba. En la tarde, cuando regresaban, Sofía sentía deshacerse debajo de la cascada de holanes con que la vestían y el grueso listón rosado que le anudaba por la espalda.

Era domingo y no había alternativa: se rezaba y se vestía bien o de qué otra manera se entendería en El Capulín que ellos eran gente decente. Antonia le dirigía una mirada y le indicaba hacia donde corría Lorena. La tomaba de la mano. Un asco menor, pero a final de cuentas asco, le sobrevenía: la mano de sudor revuelto con tierra de su hermana.

* * *

Sofía es la mayor de los ocho hijos que procreó Antonia, programada para parir un niño cada dos años: dieciséis años preñada por Macario, un hombre que comenzó a sembrar maíz y frijol cuando aprendió a caminar.

Macario y Antonia dejaron Pozo Blanco durante la migración masiva a la Ciudad de México de la década de los setenta. El campesino rentó sus tierras en 1971, reunió el poco dinero ahorrado y subió a su mujer junto a sus ocho hijos al camión que viajaba al Distrito Federal.

Sofía cerró los ojos y rezó. Sintió la vibración del camión al arrancar el motor y creyó estar liberada. Abrió los ojos y supo que estaba equivocada. Tres asientos adelante, su vista paró en la cabeza inconfundible de perro bóxer que tenía su tío Ramón. Y con eso se desvaneció la única posibilidad de tener un buen recuerdo de su infancia.

La familia se instaló en Tlalnepantla, Estado de México, cerca de Indios Verdes. Macario no encontró trabajo por el rumbo. Intentó ser chofer de camión, taxista, policía. Nada consiguió en una ciudad que tropezaba en su prisa por dejar de ser aldeana, al igual que ellos.

No hubo más que poner a trabajar a los hijos mayores en lo que fuera. Sofía dejó la primaria a la mitad en El Capulín.

Cuando la familia se mudó a la Ciudad de México, la niña ya no fue inscrita en ninguna escuela sin importar que apenas sumara y restara. A los nueve años, una tía le encontró acomodo como sirvienta en una casa de Polanco.

El empleo de Macario apareció cerca de Pantitlán, en una casa en la que se acomodó como velador con la oportunidad de darle techo a su familia. El lugar era además un enorme taller de herrería, bodega y oficinas.

Así, Macario aprendió el oficio de herrero a la vez que su hermano Ramón pudo continuar abusando de su hija hasta bien entrada en su adolescencia. Los ataques ocurrían casi siempre en domingo, cuando Macario y Antonia salían a La Merced para hacer las compras de la semana. Salían temprano y llegaban casi de noche. Sofía descansaba los domingos y, como soltera decente, debía pasar su descanso en casa.

Oponerse a esa regla, y a cualquier otra, era ganarse una buena tunda, fuera de Macario o de Antonia.

Esos domingos, Ramón buscaba a Sofía y movía la cabeza indicándole el camino. Si la muchacha se resistía, él se acercaba y le repetía la misma amenaza que había funcionado durante la última década:

“Vienes o mato a tus hermanos. Me acusas y mato a tus hermanos”.

Ella se levantaba y caminaba hacia la deslavada fantasía del tío suplicante antes de morir y de una madre que al menos en una ocasión sería su cómplice.

En esos días, Sofía intentó suicidarse tomando todas las pastillas que tenía guardadas su madre. El intento quedó en una sobredosis de diuréticos.

Ramón se equivocó un día, no con Sofía, sino con uno de los hermanos varones. Una tarde, Macario sorprendió a su hermano golpeando a su hijo de 12 años. Sofía supone que ese hermano también fue abusado por Ramón. Lo cierto es que ese día fue el último de Ramón en la vida del niño y la muchacha.

Para entonces, la diabetes y las cataratas habían chupado la mirada de Antonia, dejando sus ojos como dos caramelos de anís.

* * *

embarazada
Sofía no recuerda en qué año se casó. Para ella fue una escapatoria de los abusos de su tío. Foto: Cuartoscuro

Sofía no recuerda en qué año se casó. Pudo tener 18 o 19 años.

Conoció a Melquíades bajando de un camión ruidoso y oxidado en el que viajaban obreros, trabajadoras domésticas y empleados que atravesaba la ciudad de poniente a oriente.

Lo vio cerca de su casa, con un morral a la espalda. Era un albañil al que, como a ella, lo trajo el súbito crecimiento del Distrito Federal. Era de Veracruz y algunos años mayor que ella. Ya había vivido con una mujer a la que sin muchas explicaciones dejó.

Melquíades no tenía mayor cualidad que la de trabajar sin descanso. Al día siguiente se encontraron nuevamente y al tercero él tomó la iniciativa. Iniciaron un noviazgo de domingos hechos por la mañana en Chapultepec y por la tarde en la Alameda Central.

Antonia y Macario hubieran querido un mejor partido, pero sentían que su primogénita no tenía mucho para conseguir a alguien mejor. Sin decirse nada y a su pesar, ella estaba de acuerdo con sus padres, con la diferencia de que le resultaba urgente dejar a los viejos, más cuando la enfermedad de la madre se agravaba y la hacía sospechar que debería quedarse como su enfermera hasta su último día.

Todos aceptaron la relación y, en menos de un año, se casaron. Aparte de su deseo por la boda, Sofía estaba absolutamente segura de algo: no quería en forma alguna a Melquíades. Él a ella sí y, hombre práctico al fin, entendía que la vida se ponía ladrillo a ladrillo y que si había un tabique insalvable, ese era el matrimonio.

Melquíades dio la sorpresa de ser un buen hombre. Era paciente y atento a las demandas de su mujer. Comenzaron viviendo en la casa de los padres, en la colonia Jardines Tecma, en la delegación Iztacalco.

A los pocos meses, Sofía quedó embarazada. Su gravidez empató con la de una prima hermana, Yolanda. Pero entre las dos había una diferencia fundamental. Yolanda no quería ser madre y Sofía había sido preparada cada día de su niñez para la maternidad. Añoraba una hija. Yolanda tomaba ruda y cualquier otra hierba abortiva recomendada por las comadres o golpeaba las nalgas en el suelo para sacarse el embrión. Sofía se empecinó en seguir cualquier consejo que diera el resultado contrario.

Relataría años después:

“El 26 de noviembre cumplí un año de casada y me alivié al día siguiente. Nomás me acuerdo del día, no del año. Yo estaba muy ilusionada con mi hija. Nació, la tuve en mis brazos. No me permitieron verla. Yo estaba anestesiada. Me durmieron en el hospital San Felipe de Jesús, por Avenida Oceanía. Durante ocho días me hicieron creer que la niña había nacido bien, pero que no podía verla. A los ocho días me dijeron que había nacido sin cerebro y que se había muerto.

“No hubo oportunidad de bautizar a mi niña muerta. La registré con el nombre de María de los Ángeles. Me enojé con Dios. Yo le decía a Dios: ¿por qué a mi prima que no quería a su hija se la dejaste y a mí me la quitaste? Cuando se murió mi hija se me amargó el carácter. Me dolía mucho y yo quería que mi marido sufriera igual que yo. Me daba coraje verlo tan tranquilo. Empezaba a discutir con él y él, de una u otra manera, me decía que sí le dolía, pero que teníamos que aceptar las cosas. Yo no lo entendí y él optó por alejarse de la casa”.

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La frustración de Sofía la hizo una mujer miserable y a Melquíades en un borracho. Foto: Especial

Melquíades se convirtió en un borracho y Sofía en una mujer miserable.

De acuerdo con los análisis psicológicos que le practicarían, Sofía se mostró como una persona necesitada de llamar la atención con dramas y teatros. Impulsiva y manipuladora, se valía de la muerte de la niña para hacer sentir culpable a Melquíades y así obtener mimos, cuidado y protección.

En cada borrachera del marido, Sofía presentía el abandono de un hombre que se hartaba de ella. A Sofía le tocaba hacer el extraordinario sacrificio diario de soportar a un marido que nunca quiso.

Pero cuando él mostraba su total incapacidad para el cambio exigido por ella, Sofía suplía la culpa y el temor a ser dejada por otro episodio de ira y golpeaba el bulto relleno de cerveza con el que se había casado.

Era la peor situación: ese hombre de arena remojada la obligaba a ser ella quien tomara las iniciativas y las decisiones.

Y todo el carácter necesario para lograrlo lo había dejado en cada paso que dio entre Pozo Blanco y El Capulín. Sólo con la violencia y la interpretación histérica de su propia desgracia podía mostrar su desacuerdo, establecer orden, pedir algo. El mal humor de Sofía era reconocido en todo el vecindario. Era cosa de pasar y encontrar al marido tirado en el piso, durmiendo la borrachera a media banqueta, para saber que ese día Sofía apalearía a Melquíades.

Así nacieron sus hijas, Patricia y Luz Gabriela. Vivía con ellos Rafael, uno de los hermanos menores de Sofía, a quien había hecho su compadre y con quien Melquíades podía beber hasta el día siguiente.

Entre hijas, borracheras y golpizas, lograron comprar un terreno y construir su casa en la colonia Estación, en Tláhuac.

* * *

Lorena, la pequeña hermana de Sofía, siempre fue diferente al resto de sus hermanos.

Corría a la calle al primer signo de que Antonia o Macario le iban a levantar la mano o se paseaba por la cuadra con los muchachos antes de necesitar sostén.

Resentida como todas las demás por la ausencia de cariño de sus padres y el maltrato físico, huyó de la familia.

Macario la encontró en la calle con alguno de sus novios y la regresó a jalones de cabellos a la casa que habían logrado comprar en la ciudad. El hombre supuso que a su hija le faltaba un poco de la serenidad y de la castidad que sólo podía profesar una escuela religiosa, así que la internó con unas monjas en Huipulco.

Logró fugarse poco después de cumplir el primer año de internamiento. Cuando supieron nuevamente de ella, ya estaba juntada con un hombre varios años mayor y, a sus quince años recién cumplidos, ya se le veía una barriga de siete meses de embarazo.

Dio a luz a una niña y luego vinieron otros tres hijos. La menor se llamó Elisa. Nadie se explicaba cómo a la primera la pudiera querer tanto y a la última nada.

En realidad, poco se preocupó por sus tres últimos hijos. El hombre con el que se unió era un tipo que entraba y salía de la cárcel por robo y al que tiempo después le dieron un tiro fatal en el estómago.

Lorena se dio a la bebida y en poco tiempo no pudo hacer nada más por sus hijos y decidió repartirlos. A uno lo entregó con una tía de Guanajuato, otro simplemente creció en la calle y a las niñas las dejó con Macario.

Nunca regresó por ellas ni hizo por buscar al que perdió.

Elisa, con tres años recién cumplidos, se encariñó con el abuelo y jugaba en un parquecito de la colonia Tecma.

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Sofía se hizo cargo de su sobrina, pero no mostraba el menor signo de cariño hacia ella. Foto: Especial

Pronto, el viejo dijo no estar en condiciones económicas ni físicas para hacerse cargo de las dos niñas, así que entregó a Elisa con el velador de un kínder, pero luego de que la niña sufriera una quemadura en el pecho, al parecer con leche hirviendo, Sofía se hizo cargo de ella.

La tía la vio con sus pocos cabellos claros y sus ojos color miel y la quiso.

La tomó de la mano y la llevó a casa. Sería su tercera niña. Dormiría en la misma cama que sus hijas, Patricia y Luz Gabriela.

Esa tarde de abril de 1994 subieron al camión y Sofía la sentó en sus piernas. Acarició su pelo y cientos de diminutos puntos se agitaron. Separó el pelo por hebras. Los senderos de cuero cabelludo eran un desfile interminable de piojos rojizos.

Vio la primera vértebra de la espalda de la niña y pensó que era tan aguda que le podría atravesar la piel.

La abrazó y le preguntó por qué estaba tan flaquita, por qué se le podían contar las costillas.

La niña giró su descomunal cabeza y presionó la garganta para lanzar un gruñido. Elisa no tenía palabras, nadie sabía si siempre había sido muda. El aire que salió de sus entrañas alcanzó la nariz de la tía. Quiso arrojarla a un lado, deshacerse de esa niña con las tripas descompuestas. Sintió que la odiaba, pero se serenó.

Esa misma noche, Sofía tomó a la niña y la llevó con una vecina, la única amiga que hizo en su vida. Sentaron a Elisa en una silla, la tía la sujetó y la otra fue por las tijeras.

Tomó un mechón y lo pasó entre las hojas, lo suficientemente al ras de la piel para que ahí ya no pudiera esconderse animal alguno.

Y también para lastimar a la niña.

Elisa produjo ruidos similares a las gárgaras. La gorda Sofía le apretó los brazos. La comadre se detuvo hasta que no quedó un solo cabello.

Las mujeres descubrieron pequeñas erupciones por toda la cabeza a las que, por alguna razón, les otorgaron la categoría de las casas de todos los bichos capaces de parasitar el cuerpo animal o humano. Se decidieron al exterminio. Sofía apretó por detrás a Elisa con las piernas, un brazo y con la mano libre sujetó la cara de la niña. Estela hundió la punta de las tijeras en cada supuesta madriguera.

Pero en vez de poner a los insectos en estampida, sólo pudo sacar un líquido amarillo y sanguinolento. Elisa estaba petrificada de terror. Las mujeres se voltearon a ver y, como tal vez supusieron que las ronchas eran las bocas de túneles interconectados, hurgaron una por una. No consiguieron nada.

Entonces concluyeron que las ronchas de la niña eran la evidencia de que los animales habían comenzado a comerle la cabeza.

Sofía intentó reconfortar a la pequeña:

“Te va a salir más cabello, más grueso y más bonito” y le recalcó que su buena amiga le había regalado ropa casi nueva.

Pasaron frente a Melquíades, que prefirió no recordarle a su mujer que no tenían manera de sostener a esa niña y que ya era suficiente con el maltrato en que tenía a sus propias hijas.

Sofía llevó a la niña a la cama y la acostó en la base de una litera de tubos blancos. Compartiría el colchón con su prima mayor, de unos nueve años. La otra, de siete, dormía arriba.

* * *

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Los golpes a Elisa por parte de su tía se hicieron recurrentes. Foto: Especial

En la mañana, el olor despertó a Patricia, la niña más grande.

Volteó alrededor y saltó escurriendo los orines de su prima.

No era lo peor. Elisa parecía no tener control alguno de los esfínteres y también defecaba al dormir. Patricia corrió con su madre y le pidió ir al cuarto.

Sofía jaló las sábanas con Elisa todavía dormida. La niña despertó con la misma cara de terror con la que se había dormido.

La tía observó la mancha café y, al pensar en la obligación de limpiar el batidillo, la sacudió aquel asco viejo y casi olvidado. Levantó la mano y la cruzó sobre la cara de Elisa.

La tomó por debajo de las axilas y la levantó. La sacudió y la lanzó hacia la cama. La recuperó del tobillo y la jaló hacia el suelo. La cabeza se estrelló en el cemento liso. Vio a sus niñas temblar y se contuvo.

Tomó a Elisa y la revisó bien, llena de culpa. La abrazó y balbuceó que la quería. Acarició su mano y la sintió sudorosa. Pensó en Lorena. La besó y aspiró ese eterno tufo que salía de la boca de la niña.

No podía engañarse: la odiaba.

Al día siguiente descubrió que su sobrina tenía el hábito de comer lo que le servía y terminarse de llenar con lo que pudiera sacar de la basura. Sofía se escandalizó y supuso que lo mejor era darle otra paliza.

Esperó a que sus hijas salieran a la escuela y la derribó al primer golpe.

* * *

La cama amaneció sucia de nuevo.

Sofía recordó la cara de espanto de sus hijas y aguardó a la tarde. Fue por el cinturón y desnudó el torso de tres años.

Dejó caer el primer el golpe, el segundo, el tercero. La niña se quiso librar, pero el cincho la alcanzó en la espalda y los brazos.

La mandó a ver televisión y esperó a sus hijas. Varias mañanas después, ya ni siquiera debía ir a averiguar si el cinturón había tenido éxito. Un agrio olor llenaba toda la casa.

Una tarde volvió a esperar el inicio de clases. Tomó a la niña del brazo y la arrastró por el suelo hasta la estufa.

Abrió el cajón y tomó un cucharón de peltre y encendió una hornilla. Colocó el extremo del mango en el fuego. Elisa intentó huir, pero Sofía la regresó de un manazo. Levantó la manga derecha de la playera de la niña y apretó el metal caliente contra el hombro. La arrastró hasta la cama y le gritó en dónde no debía defecar. La dejó caer al piso y la pateó. La llevó de nuevo a la estufa y calentó el cinturón hasta que empezó a despedir humo. Reclinó a la niña y se lo colocó en la parte baja de la espalda. Y en el antebrazo, y en la pantorrilla, y en el cuello.

Elisa no aprendía a dejar de ensuciar la cama ni a evitar la comida tirada a la basura. Como siempre estaba desaseada, siempre olía mal.

Cada una de estas condiciones hacía disparar a Sofía, cada vez más violenta.

Melquíades trabajaba todo el día y con frecuencia se emborrachaba toda la noche. Las niñas tampoco estaban bien al tanto del tanto del infierno vespertino que era su casa, porque asistían a la escuela por las tardes.

Macario, el abuelo, creía que la niña no sólo era muda, sino también torpe, tanto, que sólo así podía entender por qué siempre estaba golpeada.

Nadie reparaba en que Elisa siempre vistiera un grueso suéter que llegaba hasta la punta de sus dedos o un gorro que le tapaba la cabeza en los calurosos días de mayo. Sofía utilizaba ropa larga y gruesa para cubrir la tortura permanente a la que había condenado a su sobrina.

* * *

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Los detalles de la autopsia fueron integrados al expediente 1141/RF/06. Foto: Especial

Melquíades estaba enfermo. Siempre ha estado enfermo.

No le dolía nada. Sólo tenía mucho miedo, no sabía de qué, pero vivía aterrorizado. Sentía que alguien se le acercaba y le olisqueaba la nuca, le susurraba algo incomprensible y lo seguía durante horas. Le decía su nombre, le decía que huyera.

Melquíades dejó de comer y no dormía, sólo podía ahuyentar las presencias malignas con abundante alcohol. Adelgazó hasta parecer un palo barnizado de laca café.

Con todo, el hombre trabajaba. El 30 de octubre de 1994, Melquíades fue a echar un colado. Salió a las cinco de la mañana, hora a la que Sofía ya estaba despierta.

Ella también vivía angustiada: su marido llegaba con 2 mil pesos al mes y cada vez estaba más enfermo. Ella ajustaba el gasto lavando ajeno y haciendo donas. Tenían que pagar el terreno que junto con otros cientos de paracaidistas habían invadido en Tláhuac y el líder social cobraba puntualmente la colocación de agua y drenaje, la pavimentación, los sobornos a la autoridad para que no les lanzara a los granaderos a desalojarlos.

Sofía preparó el desayuno y sólo encontró sal para agregarle al huevo que vació en dos platos hondos completados con frijoles negros y cuatro tortillas para cada una de sus hijas.

A Elisa le tocó el raspado de las ollas. Sacudió la caja de leche y sintió algo de líquido en el fondo. Vació lo poco que había en dos vasos y el tercer vaso lo llenó con agua.

Ordenó a la mayor de las niñas que vigilara que su hermana y su prima terminaran todo el desayuno. Sofía se fue al patio trasero a lavar la ropa de la semana. Olvidó el jabón y regresó a la cocina.

Sus hijas se habían levantado y encontró a Elisa con las manos hundidas en el basurero, sacando unas cáscaras de huevo y lamiendo restos de la clara cruda de los cascarones.

Sofía sintió el hervor en todo el cuerpo.

La tomó del brazo y la sacudió para que aflojara las piernas. La arrastró al patio y la puso de pie. La mujer de 1.55 metros y 90 kilos de peso dejó caer la mano sobre la cabeza que se alzaba a 80 centímetros del suelo.

Elisa se fue al piso.

La tía la levantó. Hacía meses que la niña había dejado de cubrirse, ya ni hacía el intento de huir. Sólo lloraba y se arrancaba gruñidos de la garganta.

Uno, dos, tres manotazos.

Elisa estaba otra vez en el suelo. Sofía la pateó.

Una grieta se abrió en el cráneo de Elisa. Un sangrado invisible comenzó a comprimir todo el cerebro de la niña.

Si en ese momento hubiera recibido atención neurológica, lo más probable es que hubiese muerto. Como en el cuerpo, el cerebro de Elisa tenía moretones nuevos sobre golpes más viejos. Un derrame más antiguo y en proceso de absorción corría por encima de la oreja izquierda y hasta detrás de la cabeza. Todo el encéfalo estaba golpeado.

Todo quedaría detallado en los resultados de la autopsia integrada al expediente 1141/RF/06 al que se tuvo acceso para complementar el testimonio de Sofía.

Al mismo tiempo, un tramo de su intestino delgado sufrió una contusión que le ocasionó un desgarre de diez centímetros. En unas horas, las vísceras comenzaron a secretar pus en varias partes del abdomen. Una peritonitis se abría paso en las entrañas de la niña.

Sofía comenzó a jadear. No podía más. Se despegó los cabellos de la cara sudorosa y entró a la casa. Tomó ropa de la niña y regresó al patio. Sofía todavía estaba en el suelo. Elisa vestía, quién sabe desde cuántos días antes, unos pants verdes y una blusa blanca con rayas. Sofía le puso una sudadera roja estampada con la imagen de Winnie Pooh, un suéter azul marino y guantes tejidos en las manos.

Encima de todo, un vestido de algodón azul claro con estampado y vivos blancos bordados. Era domingo y en domingo se debía vestir con propiedad.

* * * 

Sofía escuchó abrirse la puerta y sintió los pasos de Melquíades.

Sentó a su sobrina y le recargó la espalda en la pared. Salió al encuentro de su marido con la mano levantada, pero en el camino se dio cuenta de que estaba muy cansada, así que sólo lo insultó.

Cuando lo vio, se dio cuenta de que ni eso era necesario. Melquíades venía con el alma perseguida por las presencias que se le agolpaban en la nuca. También con la noticia de que existía un brujo milagroso capaz de sacarle de un solo tirón todos los demonios.

Sofía no creía en la brujería y le pidió que se fuera sólo o le pidiera compañía a su hermano, pero éste ya llevaba la borrachera muy avanzada.

La mujer argumentó que las niñas se quedarían solas y él repuso que siempre estaban así. Sofía, que siempre ha sido una mujer de fe, intuyó que los poderes de la sugestión podrían ser también patrimonio de un yerbero y que si era necesario ir con él para que se terminaran los miedos, habría que cooperar.

Hizo más huevos para la comida y previno a sus hijas para que terminaran la tarea antes de que regresara.

Calculó que esa noche de otoño no haría calor y sólo cargó un chal ligero. Antes de cerrar la puerta, vio el gorro de Elisa avanzando hacia el cuarto de sus hijas. Las imaginó viendo la televisión y salió con calma.

El santero tenía el consultorio en el oriente, en los límites del Distrito Federal con el Estado de México.

Sofía observó, desde el camión, el complejo penitenciario de Santa Martha. Todavía no existía la cárcel de mujeres. Su marido se levantó del asiento y ella lo siguió para hacer la parada.

Caminaron a un local con el rótulo pintado en letras verdes “Brujo. Se hacen limpias”. Melquíades se puso de buen humor a pesar de la larga fila de personas que ese día necesitaban un intermediario con el más allá.

El santero los pasó y les explicó que una mala mujer, la anterior en la vida de Melquíades, estaba llena de envidias y recelos, que ella se había encargado de enviarle esos miedos y esa borrachera incurable a través de los trabajos de un curandero maligno, pero menos poderoso que él.

Sofía recordó ese amor pasado y se interesó. El brujo restregó unas yerbas y luego un huevo que partió en un vaso. Una mancha negra en la yema era la evidencia final de que el mal había estado dentro de Melquíades, pero ya no. Estaba curado. Hasta Sofía se alegró por el buen ánimo de su marido y regresaron.

El tráfico era pesado. En Mixquic, uno de los pueblos tradicionales de Tláhuac, se iniciaba la celebración del Día de Muertos. Se preparaban para recibir a los muertos chiquitos, a los niños muertos.

* * *

Elisa caminó a la cama que compartía con sus primas y se acostó.

De inmediato se comenzó a convulsionar. Los ojos parecían caerse hacia dentro de la cabeza. El temblor se volvió más fuerte. Patricia pensó que tenía frío y la cubrió con un cobertor. A las seis de la tarde Elisa murió. Patricia corrió a la puerta. Salió y buscó a su tío, a quien encontró con otros dos hombres, los tres tan ebrios que ya ni hablaban, sólo se mecían.

La niña jaló la manga de la camisa de su tío. “A Elisa le dieron unos estremecimientos. No se mueve”.

El hombre entró y vio a la niña con los ojos bien abiertos y hundidos. Llegó Sofía.

“Mamá, mira cómo quedó. Le dieron estremecimientos”, repitió Patricia a su madre, que tocó a Elisa por última vez. La piel ya estaba fría.

Sofía corrió a la calle a buscar al marido, pero lo pensó bien y supuso que Melquíades estaba digiriendo el diagnóstico del santero con cerveza.

Hasta ella logró despistar a la policía diciendo a un vecino que se iba con una hermana a Valle de Chalco.

Al enterarse, Macario avisó al Ministerio Público y salió a la casa de su hija. Entró al cuarto de cuatro metros de largo por tres y medio de ancho. Caminó a la cama de sus nietas. Vio a Elisa acostada. El pelo le había crecido cuatro milímetros después de la última trasquilada. De la nariz le escurría un líquido amarillento.

“Es mi nieta. Se llamaba Elisa González Suárez. Presento la denuncia por su homicidio en contra de quien resulte responsable”, debió decir el hombre al Ministerio Público, con lo que inició la persecución de su hija.

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Macario, el abuelo de Elisa, fue quien presentó la denuncia en el Ministerio Público. Foto: Especial

No había manera de que Elisa viviera mucho más. En sus 80 centímetros de estatura había 15 moretones. Uno de ellos era una franja violácea de 25 centímetros, en el pecho y el abdomen, casi la tercera parte de su estatura.

Los médicos legistas contaron 44 raspones y laceraciones, incluidas diez idénticas y paralelas en un brazo, logradas sólo por una mano experimentada y una especie de fuete perteneciente al armario de torturas que Sofía creó en unos cuantos meses.

La corta biografía de Elisa registró 12 cicatrices, una extensa en su pecho, otras más chicas en la ingle y el pubis. Elisa murió de una infección generalizada, quizá secundaria de la peritonitis, aunque las lesiones en el cerebro eran suficientes para que muriera.

Sólo la mujer que ayudó a rapar a la niña testificó en favor de Sofía. La comadre se aventuró a la agencia del Ministerio Público y lanzó una hipótesis que salvaría a la otra:

“La niña se murió porque la bañaron con agua fría”.

La opinión de los médicos forenses José Alberto Armangel Ortiz y Armando Luna, como puede leerse en la causa penal con número 61/95, fue otra:

“La menor Elisa González Suárez falleció de un cuadro séptico, complicación determinada por el conjunto de traumatismos en un menor con signos de Síndrome de Niño Maltratado ya descritos, traumatismos que calificamos de mortales”.

No está claro a qué edad murió Elisa. Los médicos que hicieron la autopsia y las referencias familiares aseguran que tenía tres, cuatro años a lo mucho. Sofía asegura que eran siete, pero que su desnutrición anterior la hacían parece menor. No hay más documentos.

El único papel que oficializa la existencia de Elisa González Suárez es su acta de defunción.

* * *

Melquíades llegó hasta el día siguiente. Ni cuenta se dio del enorme moño negro colocado sobre el marco de la puerta de su casa.

Hasta que vio policías judiciales por todos lados entendió que algo debía andar muy mal. Hurgó en la memoria, pero estaba vacía. Le explicaron que su esposa había matado a la sobrina y que había desaparecido.

Un contingente de vecinos y familiares relató las anécdotas de Sofía golpeando a una hija, de Sofía golpeando a la otra, de Sofía golpeando al marido, de Sofía golpeando a la sobrina.

Repitieron la historia de la niña dentro de un largo suéter en los días de calor. En su turno, Melquíades también confirmó el espíritu violento de su mujer, pero no pudo dar detalles del maltrato a Elisa.

Después de declarar, fue a buscar a su esposa con la cuñada de Chalco, donde avisó que se escondería. No la encontró.

Sofía huyó a Celaya, Guanajuato, y se guareció con unos familiares, perseguida por la policía y más por la culpa. Permaneció escondida cuatro meses.

Regresó y, acompañada de un abogado, se presentó voluntariamente ante el juez. Iniciaron el proceso en su contra en libertad, pero por alguna razón alguien archivó el caso de la muerte de Elisa y Sofía empezó a olvidar la víspera del Día de Muertos de 1994.

Aprendió a educar a sus hijas y a querer a Melquíades. Pero una mañana de 2006, dos policías llegaron por ella y la detuvieron. El 8 de diciembre de ese año, Sofía Suárez León fue condenada a 27 años y seis meses de prisión por el asesinato de su sobrina Elisa.

* * *

En la cárcel femenil de Santa Martha Acatitla, Sofía dice extrañar el campo, el maíz doblado, lo perros ladrando. La eterna neblina de polvo que hace de los ojos un pozo de lodo.

La visitan sus padres y casi todos sus hermanos. Sólo falta Lorena, la madre de Elisa. En cambio, va Gloria, la hermana mayor de la niña muerta.

Sofía asegura que le suplicó perdón.

“Mi hermana dejó a sus hijos porque estaba muy chica. Yo antes decía que por irresponsable, pero no podía ser responsable. A los 15 años tuvo su primer hijo y la persona con la que escogió vivir era una persona que se la pasaba en la cárcel, porque le gustaba robar. Ya murió.

“Ella es la que aún vive. Mi hermana tiene miedo de venir a verme. Piensa que la van a responsabilizar también. Lo único de lo que ella es culpable es de haberlos abandonado, de no haber sabido ser madre. Sólo ella sabe lo que está viviendo y sintiendo.

“Cuando la vi muerta, estaba con sus ojitos abiertos. La toqué y ya estaba fría. No la pude abrazar. Tuve miedo. No de ella, sino de haberla matado. Sentí desprecio hacia mí. Y empecé a soñarla. Mucho tiempo la soñé, soñé que ella venía y me perdonaba, que me decía que no me preocupara, que está mejor, que está mejor donde está. Y sí: Dios sí la quiso y yo no creo que Dios la tenga en un mal lugar. No es que yo hubiera sido la herramienta de Dios.

“Juro que sólo he querido matar a mi tío. He leído la Biblia y ya no tengo rencor con nadie. Ni siquiera odio a mi tío, porque él también será juzgado y es terrible lo que nos espera. Yo no me quiero quitar culpa, porque Dios sabe hasta dónde soy responsable.

“Desde antes de llegar aquí ya traía mi propia cárcel que pesa más que esta, la culpa. Y cuando salga, la voy a llevar conmigo. Y después de esta vida sé que me faltará ir a la otra cárcel, a la peor de todas: yo me iré al infierno”.

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